La admiración por Gabriel Vargas es compartida por varias generaciones de mexicanos que a partir de los años 30 disfrutaron de las aventuras y desventuras de una gran variedad de personajes inspirados en familias que nacieron, crecieron, se reprodujeron y murieron en la capital de la República Mexicana.
Esta exposición es un homenaje al dibujante y humorista, quien a los cuatro años de edad fue traído a la Ciudad de México por su madre y sus once hermanos desde Tulancingo, Hidalgo, en busca de una mejor calidad de vida, dado que el padre de familia había muerto.
Su madre quería que estudiara una carrera liberal, pero él prefería dibujar y, para hacerlo, se escondía debajo de su cama y, alumbrado por unas velas, realizaba sus bocetos. A los catorce años, Vargas ya se ganaba la vida dibujando para revistas de gran circulación. Magnífico hijo y esposo ejemplar, Gabriel es cronista nato de la capital, y esto lo podrá constatar el visitante en esta exposición que analiza la personalidad de “Varguitas” y narra las más graciosas y cáusticas escenas imaginadas por este genial dibujante.
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HOMENAJE A DON GABRIEL VARGAS
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En la academia alterna de la lengua que ofrece La Familia Burrón, los ladrones son “amigos de lo ajeno”, y la comida “la hora de mover bigote”. El adjetivo “burronesco” merece una definición tan detallada como la de “cantinflesco”. Por ello, Carlos Monsiváis no creía exagerar al decir que, en materia de influencia popular, este caricaturista se halla a la altura de las aportaciones del primer Cantinflas.
¿Por qué ha sido tan escaso el reconocimiento a la obra de Gabriel Vargas, ciertamente uno de los creadores fundamentales de la cultura popular urbana? Monsiváis comenta también que, en la respuesta intervienen el desdén que se expresa en la ausencia de colecciones de La Familia Burrón en las bibliotecas públicas y en las graves dificultades para examinar una obra de tales dimensiones.
Su amplia y extensa labor apenas se iguala con su amplia, extensa e intensa vida: en los 95 años que transitó por este mundo, en los casi 85 años que dibujó, don Gabriel dejó un legado de personajes pintorescos, reales, universales. Tan sólo en La Familia Burrón, llegaron a aparecer más de 50 de ellos. De hecho, varios de estos personajes trascendieron el borde del papel para tomar vida propia y convertirse, en algunos casos, en objeto de estudio. No era gratuito que muchas veces le adjudicaran el título de sociólogo, con el único inconveniente de que había cursado hasta los primeros meses de secundaria.
Vargas renovó el humor arraigado en la usanza mexicana, algo que trascendió al chiste sin caer en la pretensión nacionalista, una visión satírica que no pretendió ser un tratado de sociología; por ello, al maestro Gabriel nunca le gustó que le llamaran sociólogo o algo por el estilo.
“La risa es la válvula de escape natural hasta para las cosas que nos hacen sufrir; la risa es salud”, decía don Gabriel. “Mi sueño ha sido hacer reír a toda la gente, hasta a la que vive muy mal y sufre cosas terribles: hambre, soledad, desamparo, ignorancia. Pienso en ellos, y cuando dibujo algo gracioso es porque deseo que tengan alguna dicha, por mínima que sea, en su vida. Mi filosofía es que aun en medio de la más terrible pobreza se puede encontrar un motivo de apego a la vida.”
De Varguitas a maestro Vargas
Gabriel Vargas Bernal nació el 5 de febrero de 1915 en Tulancingo, Hidalgo. Fue el quinto, de abajo para arriba, de los 12 hijos de Víctor Vargas y Josefina Bernal. Su padre era un comerciante próspero, así que su madre se dedicaba a las labores del hogar. Sin embargo, todo cambió radicalmente para el niño Gabriel, y para el resto de la familia, cuando su padre falleció. Tenía apenas 4 años.
Llegó a vivir al centro de la Ciudad de México junto con su madre y hermanos. Le tocó vivir entre vecindades, pulquerías, perros callejeros, limosneros, vendedores, merolicos, carpas, malvivientes, procesiones, inundaciones y carencias.
Con los ahorros que dejó su difunto esposo, la señora Bernal compró una tienda de abarrotes e instaló a la familia en una pieza de la calle Moneda. El negocio fue rentable por un tiempo y con él pudo mantener a su familia; sin embargo, al poco tiempo lo vendió y aceptó un trabajo como obrera en una empresa fabricante de productos médicos.
Mientras tanto, Gabriel Vargas cursó la primaria y se caracterizó por ser el alumno más travieso del plantel. Por su carácter precoz, el niño no tuvo dificultades para ganarse el aprecio de los habitantes del barrio y para descubrir, poco antes de cumplir doce años, una gran habilidad en el dibujo.
Sin embargo, doña Josefina no deseaba que fuera dibujante, y el niño llorando aseguraba que sólo eso le gustaba, sin embargo, ella insistentemente neceaba a Gabriel: “Lo siento, pero tú vas a ser abogado, médico o ingeniero, pero no un pintamonos”. En sus hermanos encontró apoyo, dibujaba debajo de la cama cuando se acostaba su madre, ellos lo solapaban comprando una vela que cortaban en cuatro pedazos para tener más luz, además de echarle “aguas”.
Estuvo poco tiempo en la escuela secundaria pues había logrado hacerse amigo del escultor creador de la Diana Cazadora, Juan Olaguíbel, en ese entonces jefe de los talleres de dibujo de la Secretaría de Educación Pública, quien le permitía pasar ahí las mañanas dibujando. Uno de esos días, Vargas imaginó cómo debía ser la construcción de la Catedral Metropolitana y se la fue a mostrar a Olaguíbel; éste, al ver el dibujo, lo exhortó a mostrarlo al Secretario de Educación. Vargas acudió a las oficinas del funcionario y se topó con un hombre que descendía de un automóvil y lo abordó pensando que era el Secretario. Cuentan que en realidad era el doctor Alfonso Pruneda, en ese tiempo, Director de Cultura del Instituto Nacional de Bellas Artes, quien quedó impresionado por el talento del joven, por lo que le planteó enviarlo como becario a Francia para estudiar dibujo y pintura.
Aunque la señora Bernal aceptó emocionada, Gabriel, que era un buen hijo, rehusó la beca para no apartarse de su madre y pidió, en cambio, que le consiguieran empleo como dibujante en el periódico Excélsior. De esta manera, Vargas entró a trabajar como ilustrador a la edad de trece años, realizando ilustraciones para distintos suplementos, bajo las órdenes de Mariano Martínez, ganando tres pesos semanales, y más tarde, a los diecisiete, se convirtió en Jefe del Departamento de Dibujo de este diario.
En 1930, Vargas ganó el concurso de dibujo para celebrar “El Día del Tráfico”, convocado por la editorial Panamericana, propiedad del coronel José García Valseca. Gabriel participó con un trabajo en tinta china de la Avenida Juárez, con todos sus detalles, en el que se apreciaban vehículos, carretas, edificios, marquesinas y más de cinco mil figuras humanas perfectamente detalladas.
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